Estampes Cambrilenques

Setge i defensa de Cambrils el 1640 (III)

Per Josep Salceda (1923-2011)

"No se divertía el Torrecusa; mas antes considerando profundamente el negocio, el estado en que se hallaban las armas del rey y en la súbita resolución que había tornado en todo, vino a caer en gran silencio y sin hablar, mirar ni oir a ninguno, se estuvo así un espacio al cabo del cual como si verdaderamente saliera de un paroxismo, levantose en pie y en un largo discurso dijo al Vélez que había mudado de opinión y que su parecer era que se oyese los que llamaban y se les hiciese todo el favor posible, recibiendo la plaza.

Dijo y dejó a todos admirados, no menos de su mudanza, siendo cosa contra su condición, que del gran valor que mostrará al reducirse solo a las voces de la razón, pudiéndose notar como caso raro en siglos donde se practican las obstinaciones como la grandeza de animo, principalmente en los poderosos, cuyos errores parece que nacen ajenos de arrepentimiento, como si la terquedad fuera mas decente a las púrpuras que la enmienda.

Escuchó el Vélez benignamente las palabras del Torrecusa, más con gentil artificio no quiso seguirlas sin otras ponderaciones; mandó luego a todos los que podían votar dijesen lo que se les ofrecía. Fue común el aplauso en los circunstantes y los que hablaron solo engrandecieron el sentimiento de Torrecusa. Mostró que lo pensaba algo mas el Vélez y resoluto en lo mismo de que nunca había dudado, ordenó al maestre de campo D. Francisco Manuel se fuese a ver con el Ribera y advirtiéndoles de su voluntad, entrambos ajustasen el negocio, rehusando todo lo posible el modo común de capitulaciones que los reales juzgaban por cosa indecente, pero que la plaza se recibiese de cualquier suerte.

Había D. Fernando ajustado con los sitiados una suspensión de armas por dos horas, porque como el marqués alojaba distante, era necesario todo aquel espacio para darle y recibir aviso. Duraba todavía la suspensión cuando llegó D. Francisco con la nueva orden; antes que los catalanes recibiesen el primer desengaño hicieron llamada los sitiadores y salieron al pie de la muralla D. Fernando, D. Francisco, D. Luis de Ribera y D. Manuel de Aguiar, sargento mayor del regimiento de la guardia. Bajó de los sitiados el Barón de Rocafort, Vilosa y Metrola y cuando se comenzaba a introducir entre ellos la plática de las cosas, se tocó al arma improvisadamente en los cuarteles y la villa; con esta ocasión, dejando el negocio imperfecto, se retiraron unos y otros con gran peligro de los de fuera, que pasaron a su ataque descubiertos a las bocas de los mosquetes contrarios fue que como los irlandeses, por estar más cerca y haber recibido mayor daño de la plaza, deseasen que por sus cuarteles se hiciesen las llamadas y negociaciones, celosos de los españoles, apenas se había acabado precisamente el termino de las dos horas, cuando ignorante o disimulado el conde de Tirón las pláticas del tratado, hizo romper la tregua contra los que en aquella seguridad se asomaban descuidados por las murallas. Entendió D. Fernando el suceso y avisó al irlandés que no acababa de reducirse; pero en fin, habiéndose detenido, volvió a salir el Aguiar con muestras de gran valor a solicitar la segunda plática; continuóse la tregua y se volvió al tratado. Duró poco la negociación y sin otro papel o ceremonia, como gente inexperta en aquel manejo, el Barón y los dos prometieron poner la plaza en manos del Marqués de los Vélez, en nombre del Rey D. Felipe, sin más partido o concierto que esperar toda clemencia y benignidad, como se podí-an prometer de un general del Rey Católico, casi natural, de sangre ilustre y de animo pío.

Con este ajustamiento que se quedó en la verdad de unos y en la esperanza de otros, se partió D. Fernando a dar razón al Vélez de lo sucedido, que con mucho aplauso recibió la nueva, sin ofensa a la Majestad del Rey y reputación de las armas.

Dejóse la entrega para el otro día, temiéndose que si luego se ejecutaba, podía causar gran turbación al ejército, donde todos esperaban el saco, no con menos ira que ambición. Es uso en tales casos poner el ejército sobre las armas, porque estando firme cada uno en su puesto no dé ocasión al tumulto; olvidóse o disimuló el Torrecusa esta diligencia, quizás por entender que la ocasión no merecía ser tratada con los mismos respetos que las grandes. Mandó que solas dos compañías de caballos ciñesen la puerta por donde habían de salir los reunidos; pero después de cerrada la media luna de la caballería, se comenzó a inquietar la gente y a cargar allí con sumo desorden; en fin se ejecutó la salida en presencia del Torrecusa y algunos maestres del campo."

 


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